jueves, 5 de febrero de 2009

ESPECIAL: A 20 AÑOS DE LA TABLADA

A veinte años del ataque del MTP al cuartel de La Tablada


Una masacre deliberada


En enero de 1989, el gobierno de Raúl Alfonsín era una sombra patética. En un verano arrasador, la población malvivía sin agua ni luz porque la falta de inversiones había devastado los sistemas energéticos y los cortes de suministro eran continuos. Paralelamente, la hiperinflación que sobrevendría poco después ya se anunciaba, entre otras cosas, en una "imparable crisis fiscal" (Prensa Obrera Nº 256, 3/1/89).


El 3 de diciembre de 1988, un nuevo alzamiento carapintada, dirigido esta vez por Mohamed Seineldín, terminaba de acorralar a un gobierno que temía mucho más a la movilización popular que a los militares de la dictadura, quienes, con sus regulares asonadas y sublevaciones, exigían impunidad.


De ahí que, en principio, pareció prosperar la versión oficial, propagada ampliamente por la prensa desde la madrugada de aquel 23 de enero de 1989, sobre otro ataque carapintada a una unidad militar, ahora al regimiento 3 de infantería con asiento en La Tablada, partido de La Matanza. Desde poco después de que comenzara la operación a las 6:15 de la mañana (un camión de reparto de bebidas gaseosas arremetió contra la guardia) y hasta pasado el mediodía, fuentes gubernamentales insistían con la supuesta acción carapintada. El diario oficialista La Razón atribuyó el ataque a militares rebeldes aún en la portada de su 5ª edición.


Se trataba de una mentira destinada, ex profeso, a ocultar y encubrir una masacre, un asesinato en masa. Sólo bien entrada la tarde, un portavoz del gobierno, el diputado César Jaroslavsky, dijo que "podría tratarse" de militantes de izquierda y no de militares, aunque a esa hora ya todo el mundo sabía de qué se trataba. Los carapintada, lejos de ser parte de una sublevación, estaban a cargo de la represión por orden directa de Alfonsín.


Pero ¿qué había ocurrido? ¿Qué estaba sucediendo?


El Movimiento Todos por la Patria (MTP)


El 12 de enero de aquel año, dos dirigentes del Movimiento Todos por la Patria (MTP), Jorge Baños y Francisco Provenzano, denunciaron que un golpe de estado estaba en marcha, ejecutado por Seineldín y pergeñado desde las sombras por Carlos Menem y otros jefes peronistas.


El MTP había hecho su primera aparición pública en 1984, cuando avaló la postura del gobierno respecto del plebiscito fraudulento que se convocó por el conflicto con la dictadura chilena respecto del canal Beagle. Desde entonces y hasta el final, fue un defensor sin fisuras del régimen democratizante y mantuvo amplios vínculos con figuras del oficialismo. Por ejemplo, eran habituales las reuniones de Provenzano -miembro de una familia de antigua prosapia radical- con Enrique Nosiglia. Con ellos estaba Enrique Gorriarán Merlo, ex PRT-ERP, quien ya en postrimerías de la dictadura había dado instrucciones a sus militantes de ingresar en el Partido Intransigente de Oscar Alende.


Como tantos otros, el MTP declaraba caducos a los partidos políticos y se consideraba a sí mismo una organización suprapartidaria. Su propósito manifiesto era "transformar al actual sistema en una democracia participativa" (La Razón, 9 y 12/5/86). Eran tiempos en que estaba muy de moda hablar del "capitalismo salvaje" y de la necesidad de "humanizarlo". La vía para alcanzar ese objetivo era la democracia parlamentaria "con justicia social". Esto es: se trataba de ampliar esa democracia, de extenderla dentro del sistema político sin quebrarlo, sin necesidad de revolución. Esa idea constituía entonces un fenómeno internacional.


La contradicción era a ojos vista insalvable. El MTP propugnaba una "democracia participativa", pero la "participación" está dada por el grado de integración de los organismos sociales y políticos al Estado de la burguesía. Dos de los mejores ejemplos de esa "integración" en América latina los ofrecen el peronismo y el PRI mexicano. Otros son el fascismo y el nazismo.

En las pascuas de 1985, cuando se levantó Aldo Rico y Alfonsín proclamó que "la casa está en orden", el MTP firmó un "acta democrática" con la UCeDe, el Partido Comunista, la Sociedad Rural y la CGT, entre otros. Esa acta, de la cual derivarían las leyes de obediencia debida y punto final, decía entre otras cosas:

"Como pocas veces, el pueblo... encontró en el presidente Raúl Alfonsín, en su gobierno, en la mayoría de los partidos políticos de oposición... coraje para enfrentar la muerte y generosidad para abrir los canales de participación".


Poco antes de la catástrofe, el 22 de julio de 1988, en una solicitada que publicó en la revista El Periodista, otro dirigente del MTP, Roberto Felicetti, proponía un frente electoral "progresista" cuya base estuviera constituida por el Partido Intransigente y la democracia cristiana. Como se ve, "El MTP tomó hasta la última copa de la democracia antes de partir hacia una acción desesperada para defender esa democracia de un golpe supuestamente inminente de los beneficiados por el ‘acta democrática' y por el ‘coraje' de Alfonsín y sus ‘opositores'..." (Prensa Obrera Nº 257, 9/2/89).


En diciembre de 1989, cuando ocurrió el levantamiento de Seineldín, Gorriarán Merlo declaró: "Los militares, tanto ‘leales' como ‘rebeldes', quieren desprestigiar totalmente a la democracia para luego destruirla".

En verdad, no había ninguna posibilidad de que tal cosa sucediera porque los centros de poder del imperialismo respaldaban al régimen parlamentario. Ya comprobaría eso el propio Seineldín: los levantamientos de los carapintada fueron tolerados mientras sirvieron para recomponer a unas fuerzas armadas en crisis después de la dictadura y la vergüenza de Malvinas, pero en 1990, cuando volvieron a sublevarse, ahora contra las instrucciones del Banco Mundial para la reestructuración militar en la Argentina y, por tanto, su movimiento adquiría la dinámica de un golpe de estado más allá de sus intenciones, fueron aplastados y terminaron todos presos y condenados.


También Gorriarán haría su comprobación trágica. El MTP señalaba una contradicción insuperable entre el régimen democratizante y las camarillas militares, lo cual era falso de toda falsedad. Más tarde, los representantes políticos de esa "democracia" que él defendía con ahínco avalarían la masacre cometida por los militares contra los atacantes de La Tablada, y el Congreso haría una sesión especial de homenaje a los carapintada que habían reprimido al MTP hasta con bombas de fósforo.


Esto es: los militantes del MTP fueron masacrados por el régimen político que tanto empeño habían puesto en defender. Comprender esa contradicción resulta indispensable para entender lo ocurrido hace veinte años en ese cuartel que ya no existe.


Alfonsín, el alto mando, los carapintada


-¿Qué pasa?

-Son los zurdos (un oficial de policía).

-Entonces les van a tirar en serio (un vecino).

El diálogo, reproducido por Página/12 (24/1/89), indica la diferencia sustancial en la actitud gubernamental cuando se trataba de militares que querían "desprestigiar y destruir" a la democracia, y cuando se trataba en cambio de militantes populares que procuraban defenderla. La sabiduría popular de ese vecino tenía muy clara esa distinción: "Entonces les van a tirar en serio". Ya se vería hasta qué punto les tirarían en serio.


Por supuesto, desde el primer momento supieron de quiénes se trataba. Jaroslavsky y los demás mentían para encubrir la masacre: "La inteligencia militar fue contundente al establecer en los primeros minutos de lucha que los agresores no eran militares" (Río Negro, 24/1/89).


Además, los militares esperaban el ataque. El jefe del Ejército, el general Francisco Gassino, había ordenado reforzar las guardias en las principales unidades, y ese 23 de enero "gran cantidad de policías estaban convocados para reunirse a las 5:30 horas en el destacamento Güemes, en la intersección de Camino de Cintura y autopista Ricchieri, muy cerca de La Tablada" (Río Negro, 25/1/89).


Ahora bien: sólo cuando Gassino le confirmó con toda certeza que no había militares involucrados en el ataque, Alfonsín ordenó reprimir. Ambos dispusieron, además, que la represión no estuviera a cargo del comandante de jurisdicción sino del inspector general del Ejército, general artillero Alfredo Arrillaga, hoy procesado por sus crímenes durante la dictadura.


Cuando Seineldín tomó el cuartel de Villa Martelli el 3 de diciembre de 1988, Alfonsín dijo que prefería "45 horas de negociaciones y no diez minutos de combate". Ese criterio se invertía en el caso de que los alzados en armas fueran militantes populares. Ahora no había negociación posible y ordenó una masacre deliberada: por eso mandó a los carapintada, además.


Los medios de prensa, con informes falsos, contribuían para tratar de que la población aceptara la carnicería. Hablaban de guerrilleros "sanguinarios y suicidas", de su "ferocidad" y "desprecio por la vida", y denunciaban que "mataron colimbas que estaban durmiendo" (Clarín, 24/1/89).


Todo eso se revelaría falso. Sólo semanas más tarde los medios admitirían, por ejemplo, que un soldado "asesinado" por los militantes se reponía en su casa de una herida menor en la pierna (Clarín, 17/2/89), o que otros soldados y un suboficial habían resultado abatidos por fuego propio, porque Arrillaga bombardeó el cuartel hasta destruirlo aun con soldados y militares adentro.


"Nos trataron bien: ‘Con ustedes no es la cosa', nos decían", declararon soldados capturados y liberados por los "sanguinarios" (Clarín, 28/1/89).


También se dijo en un primer momento que los atacantes "utilizaron armamento sumamente sofisticado: lanzagranadas antitanque RPG-7, misiles antiaéreos portátiles SAM 7 de fabricación soviética, lanzagranadas de 40 mm y un fusil FAL de un modelo no utilizado por las FFAA argentinas" (Clarín, 24/1/89). Todo mentira. Después se sabría que esos 50 militantes habían marchado al cuartel armados con algunos fusiles viejos que el ERP tenía enterrados en algún sitio desde la dictadura.


Todo eso se dijo para ocultar que tres veces los atacantes quisieron rendirse y los militares los desoyeron: querían a todos muertos. Contra toda lógica de un hecho bélico, el MTP no tuvo heridos: sólo muertos. Un soldado contó: "Logré herir a uno que intentaba huir hacia Crovara. Después lo remató un sargento" (La Prensa, 25/1/89). He ahí el tradicional heroísmo de los militares argentinos.


"Se bombardeó desaforadamente con tanques, tanquetas, morteros y cañones del más grueso calibre para exterminar sin mediaciones. Se destruyó el cuartel a cañonazos limpios, aun con colimbas adentro" (Prensa Obrera Nº 257, 9/2/89). También se sabría más tarde que el Ejército empleó armas prohibidas por las convenciones internacionales sobre la guerra, como bombas de fósforo.


El entonces jefe de la Policía Federal, comisario Juan Pirker, dijo mientras miraba por televisión la carnicería que se desarrollaba en el cuartel: "Yo sacaba de ahí a esos muchachos con una compañía de gases, sin romper un solo vidrio". Poco después, extrañamente, Pirker apareció muerto en su despacho, de madrugada, por un supuesto y conveniente "ataque de asma"


Ellos necesitaban la masacre, el asesinato en masa le servía a Alfonsín, a su pacto con el alto mando e incluso con los carapintada.


Las voces del pánico


Cuando los militantes del MTP que atacaron el RI3 aún no habían sido masacrados en su totalidad, los partidos de centro y de izquierda que hasta la víspera habían sido sus aliados se entregaron a una competencia tétrica para repudiar no a la masacre y a los masacradores sino a los masacrados, a quienes dedicaron una ristra repugnante de insultos e improperios.


Izquierda Unida, por ejemplo, se apuró a condenar "enérgicamente" la acción del MTP, pero no la de los fascistas, no la masacre, no la liquidación en masa de esos 50 militantes mal armados y aplastados por 2.000 efectivos militares con tanques y armas prohibidas por la Convención de Ginebra.


Sin embargo, lo más importante de aquel asunto no era el acto desesperado del MTP, inevitablemente aislado, ultraminoritario, sin alcances ni perspectivas, sino "la represión criminal de los carapintada, porque ella servía a la continuación de la política impulsada por tres levantamientos derechistas y numerosos atentados y complots, apoyada desde el Estado, que apunta al reforzamiento sin límites de los aparatos represivos del Estado burgués" (Prensa Obrera Nº 257, 9/2/89).


Esa izquierda quebró una tradición internacional en materia de derecho y libertades públicas, una tradición ya no de izquierda sino simplemente democrática. Aun en los motines carcelarios más sangrientos, izquierdistas y demócratas siempre se preocuparon por impedir la represión masiva, por evitar que se cometiera una masacre, porque además del aspecto humanitario del asunto la carnicería fortalece el aparato de represión que busca liquidar las libertades.


Luis Zamora y el MAS llegaron al extremo de ponerse a la derecha de la teoría "de los dos demonios", puesto que enviaron flores a los velatorios de los militares muertos pero no hicieron lo propio con los militantes asesinados, de modo que ahora había un demonio solo. Izquierda Unida se solidarizaba de hecho y de palabra con los autores de la desaparición de 30 mil argentinos.


Uno de sus argumentos, como de costumbre, era que el ataque del MTP al RI3 ofrecía "pretextos" a la represión. Una estupidez, porque cuando la burguesía tiene necesidad de reprimir crea sus pretextos si no los tiene. Pero esa izquierda hacía suyo el pretexto, lo aceptaba y se identificaba con él.

Aun visto desde el punto de vista limitadamente democrático burgués, e incluso si se defendiera al Estado de la burguesía en su forma parlamentaria, se tendría que ese ataque desesperado de un grupo insignificante a una unidad militar no podía de manera alguna comprometer la estabilidad estatal, no obligaba al gobierno a responder con métodos de guerra civil para defender sus intereses. Se hizo así porque el gobierno, los carapintada y los mandos militares necesitaban la masacre para, de algún modo, justificar la masacre del pasado en términos políticos. El avance de más de 2.000 soldados con tanques y artillería contra 50 personas, sin siquiera intimar rendición, es un asesinato en masa. Pero, para el oficialismo y la oposición, aun la de "izquierda", ese crimen se produjo "en el marco del Estado de derecho" porque fue ejecutado por un Estado parlamentario, aunque se haya hecho con los métodos de las dictaduras y del fascismo.


Un caso especial para el análisis lo ofrece la postura del PC. En una declaración, ese partido dijo que la violencia sólo se justifica cuando se dirige contra regímenes "antidemocráticos", como sucedió, por ejemplo, con el asalto al cuartel Moncada por las fuerzas de Fidel Castro en 1953.

Aun si se deja a un lado que el PC no sólo no ejerció violencia alguna contra la dictadura videliana sino que la respaldó explícitamente y hasta muy tarde, se debe subrayar la falsedad del argumento: el mismo Castro respaldó a la guerrilla colombiana contra el gobierno constitucional de Rómulo Betancourt, y Lenin se alzó contra el "democrático" Kerensky para después disolver la Asamblea Constituyente. La consecuencia política, teórica y práctica, de la postura del PC es la siguiente: la democracia parlamentaria sería el estadio último de la evolución política de la humanidad, contra la cual deben desaparecer las acciones y soluciones de fuerza.


Empero, incluso una defensa sólida del régimen constitucional, del sistema parlamentario, obligaba a repudiar la masacre y a los masacradores, no al puñado de militantes que hasta la semana anterior promovían con el Partido Comunista la candidatura electoral del ex fiscal Ricardo Molinas. En cambio, el PC se alió con los fascistas, encubiertos por el sistema, en contra de quienes se rebelaron contra ellos no importa cómo.

Pero, además, se olvidaba que la consigna histórica de "aparición con vida" incluía por supuesto a los compañeros foquistas:

"Está claro que para Izquierda Unida esto era la explotación electoral de un tema hondamente popular y democrático, y para Luis Zamora más que para nadie. Los (Patricio) Echegaray y compañía se llenaban sus abultadas papadas con el grito de ‘Evita, Guevara' o ‘Chile, Chile, arriba los fusiles', sólo para capitular miserablemente ante el primer cañonazo carapintada" (Prensa Obrera, ídem).

Esos izquierdistas, en marzo de ese año, llegaron al extremo de sabotear la marcha de las Madres de Plaza de


Mayo en el aniversario del golpe, porque ellas sí habían repudiado a los masacradores y no a los masacrados.

La escalada reaccionaria que siguió no obedeció a los hechos de Tablada. Al revés: la necesidad burguesa e imperialista de llevar a nuevos extremos la política de amnistía a los criminales, de militarización del Estado, de sometimiento al gran capital y de hambreamiento del pueblo fue lo que empujó al presidente Alfonsín, a Menem, al alto mando y a la Ucede a elogiar como lo hicieron la masacre de los militantes del MTP que ocuparon el regimiento de La Tablada.

Alejandro Guerrero









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